Hay dos clases de regímenes políticos: rotativos y polarizados . En los regímenes "rotativos" las principales fuerzas partidarias se alternan pacíficamente en el poder, siendo el papel del pueblo determinar a cuál de ellas les tocará el próximo turno. Esto es posible únicamente cuando las principales fuerzas políticas, si bien compiten ardientemente entre ellas por el favor del pueblo, no se ven como enemigas, sino como rivales porque comparten un mismo proyecto de país y tampoco ven, por lo tanto, el triunfo eventual del rival como el fin del mundo, sino, apenas, como un giro temporario de la fortuna electoral. La existencia de este tipo de regímenes es la marca del desarrollo político. No sólo el Reino Unido y los Estados Unidos, España y los países europeos en general, sino también países latinoamericanos como Uruguay, Chile, Brasil, Colombia y México se identifican con esta fórmula política. En todos ellos la vida pública ha dejado de ser un drama porque se despliega bajo el signo de la estabilidad, la cual permite la instalación de "políticas de Estado" que se mantienen más allá de los cambios de gobierno; esto favorece un clima de inversiones de largo plazo dentro del cual es previsible, además, el desarrollo económico.
En los regímenes "polarizados", al contrario, las principales fuerzas partidarias, al percibirse una a la otra como enemiga y no ya como rival porque tienen opuestos proyectos de poder, consideran el triunfo eventual del adversario el fin del mundo y por eso, según lo advirtió Bertrand de Jouvenel en su Teoría pura de la política , es más fácil que hagan trampas por aquello de que, por ejemplo, en un juego de cartas, mientras que una persona normal no trampeará si apuesta monedas, sentirá la fuerte tentación de hacerlo si apuesta grandes sumas, su familia o su casa. En América latina, los regímenes políticos de Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua están polarizados. Aunque la pretensión de los caudillos que en ellos retienen el poder es asegurarlo para siempre, los regímenes polarizados son constitutivamente inestables porque, no pudiendo eludir la inexorable sucesión de los ciclos políticos, al fin de su propio ciclo, y sea éste más largo o más corto, ya no sobrevendrá el giro pacífico, suave, de los regímenes rotativos, sino el vuelco abrupto, catastrófico, que es la marca del subdesarrollo político y, como consecuencia, del subdesarrollo económico.
En la Argentina
Lo que confiere un particular dramatismo a la lucha que hoy se despliega entre nosotros es que los dos bandos en pugna que aspiran al poder no son homogéneos, sino heterogéneos porque, en tanto que uno de ellos tiene una concepción polarizada de nuestro régimen político, la concepción de su opositor es rotativa. Alguna vez el rey de España Carlos V dijo sobre su pugna con el rey de Francia Francisco I: "Mi primo Francisco y yo estamos de acuerdo: los dos queremos Milán". Esta ironía podría aplicarse a la Argentina actual, ya que el kirchnerismo y la oposición que lo enfrenta también, en el fondo, están de acuerdo: los dos quieren determinar, cada uno a su manera, el rumbo de nuestro régimen político. Por eso, las elecciones de octubre de 2011 no traerán con ellas solamente una opción entre personas o partidos de la misma naturaleza, sino una opción entre dos visiones mutuamente excluyentes de la política nacional; una, con el kirchnerismo, polarizada; la otra, con la oposición, rotativa. Venezuela o Chile. El autoritarismo o la democracia. Entre ambas alternativas, todos los países latinoamericanos ya han elegido alguna, salvo la Argentina. Por lo visto tenemos en nuestras manos, sin haberlo pretendido, el fiel de la balanza regional.
El dilema que tendremos que resolver los argentinos será, por lo dicho, crucial. ¿Cómo asombrarse entonces de que, según pasan los meses, aumente la aspereza, la tensión, de nuestra vida política? Podría decirse que el culpable principal de esta lucha a todo o nada es el propio Kirchner, ya que de él proviene la aspiración a un poder absoluto que es resistida con igual pasión por sus opositores aunque dentro de ellos predomine, de unos hacia los otros, un espíritu pluralista, rotativo. Pero, aun siendo democráticos, nuestros opositores no pueden desarrollar el mismo estilo pluralista que emplean entre sí que el que les exige el absolutismo de Kirchner. A veces se definen como no kirchneristas . Pero a la vista de lo que pretende el ex presidente, ¿no corren también ellos el peligro de la polarización que éste exhibe como algo natural, de dejar de ser por consiguiente "no kirchneristas" para convertirse en antikirchneristas? ¿Es concebible acaso un "no kirchnerismo" que no bordee casi fatalmente el "antikirchnerismo"?
El peligro de ser "anti"El dilema entre el no kirchnerismo y el antikirchnerismo que enfrenta la oposición es grave porque hunde sus raíces en nuestra historia. Antes de 1853, los argentinos se enfrentaron sin piedad porque, en tanto que los "unitarios" eran por lo pronto "antifederales", los federales eran por lo pronto "antiunitarios". El drama de este tipo de preferencias es que, en vez de competir cada bando con la mirada puesta en el "bien común" que debiera reunirlos, sus portadores reducen su horizonte a un odio interno cuyo primer efecto es la pérdida de vista del interés nacional. Este drama se repitió entre nosotros en varias oportunidades, cada vez que el odio interno desembocó en un nuevo desgarramiento nacional. Así pasó durante la pugna entre radicales y conservadores que frustró en 1930 nuestro primer período democrático. Así volvió a pasar con la intolerancia recíproca entre peronistas y antiperonistas que trajeron consigo los años cuarenta, cincuenta y sesenta. Y aun cuando los grandes caudillos de estas dos corrientes, Perón y Balbín, fueron habitados por la sabiduría de su abrazo al comenzar los años setenta, en esa misma época vinieron a chocar con una furia impar los Montoneros y los militares, que, en lugar de prolongar la enseñanza que ellos les legaban, estiraron hasta hoy el odio que por otra cuerda también heredaban. ¿Será que, según lo sugieren los trágicos episodios que hemos enumerado, los argentinos estamos poseídos por un espíritu destructivo, por el embrujo adictivo de la polarización? ¿Y no será entonces que Kirchner, precisamente por sus excesos, es el más reciente representante de nuestra ancestral animadversión recíproca, esa misma que una y otra vez nos ha impedido realizarnos como nación?
Pero hay un antecedente que, después de exorcizar nuestros demonios, nos dio el único período de concordia que traería la doble bendición del desarrollo político y económico. Este período de unidad y de progreso rigió entre 1852 y 1930. ¿Por qué no se reinstaló en él, nuevamente, la discordia? Porque hubo unproyecto común al que los Alberdi, los Sarmiento, los Mitre y tantos otros adhirieron a pesar de sus intensas pasiones personales, siguiendo antes de que fuera pronunciada aquella definición de Ortega y Gasset según la cual "la nación es un proyecto sugestivo de vida en común". Porque después de Rosas no prevaleció el "antirrosismo" sino el "posrosismo". Esta es la fecunda lección que debieran recoger hoy los opositores para diseñar el nuevo horizonte nacional de los argentinos sin recaer en la fatídica tentación de la que sería portador el "antikirchnerismo" y sin excluir tampoco a los propios kirchneristas, invitándolos a estrechar la mano que les extiendan, en memoria de aquellas décadas luminosas en las cuales la pasión por la patria superó a todas las demás.