Mariano Grondona Kirchner contra el campo: la lucha continúa
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Mariano Grondona Kirchner contra el campo: la lucha continúa


No es el campo contra Kirchner. Es Kirchner contra el campo. Quien mire la reanudación de la protesta rural desde ésta y no desde aquella perspectiva, aun si no encuentra la solución sabrá, al menos, cuál es el problema. Como la nueva protesta que hoy se desarrolla ante nosotros partió de una decisión unánime de la Comisión de Enlace ante la sorpresa aparentemente inocente del secretario de Agricultura, algunos podrían pensar que esta vez fue el campo y no el Gobierno el que reanudó las hostilidades.

En tal caso, errarían el diagnóstico. El 17 de julio, cuando a través de su histórico desempate el vicepresidente Cobos puso un techo al aumento de las retenciones que el Poder Ejecutivo había pretendido imponer el 11 de marzo, se pudo pensar que el campo había ganado. Y si ya había ganado en julio, se preguntarán algunos, ¿a qué ha vuelto en octubre a las andadas? Esta es la pregunta que conviene al Gobierno. Pero el hecho es que, desde el 17 de julio hasta el viernes último, los ruralistas intentaron dialogar con el Gobierno sin obtener ni la sombra de una respuesta. Es que el problema de fondo no era anular el nuevo nivel confiscatorio de las retenciones que había impuesto el Gobierno y cuyo rechazo en las rutas, en las plazas y en el Senado fue, sí, una victoria para el campo. El problema de fondo no eran las retenciones, pese a que aun en el "moderado" nivel actual se vuelven insostenibles por la crisis internacional, sino algo previo y más profundo: era el cerrojo que el Gobierno ha impuesto a las exportaciones agropecuarias, un cerrojo que, a través de la Oncca y otros organismos oficiales, abre y cierra a voluntad. ¿De qué valdría en efecto que las retenciones bajaran incluso a cero si el Gobierno mantuviera al mismo tiempo la prohibición intermitente de las exportaciones agropecuarias?

Que la reacción del Gobierno ante esta reanudación de la protesta del campo haya sido al principio moderada se explica porque sirve a su nueva estrategia: mostrarse como la víctima inocente de la nueva embestida rural. Si uno mira las cosas desde otra perspectiva, sin embargo, la realidad es que, con su silencio de dos meses y medio desde el desempate de Cobos, el Gobierno provocó al campo a salir de nuevo a las rutas porque sigue apostando a separar al campo de la ciudad, cuya unidad en actos como el de Rosario y el de Palermo lo había puesto a la defensiva. Los Kirchner renuevan su lucha contra el campo con la esperanza de debilitarlo hasta obtener finalmente lo que siempre quisieron: derrotarlo. Este es el verdadero argumento de lo que está pasando.

Los "odiadores"

En sus incitantes libros, el historiador Paul Johnson califica a veces a sus personajes de haters , "odiadores". Esta palabra, que no existe en el diccionario inglés ni en el castellano, se impone sin embargo en el corazón de más de un protagonista. A la inversa del "pacificador", cuyo método es acordar para sumar voluntades, el objetivo absorbente del "odiador" es doblegar a sus rivales. Poco le importa que en el terreno de batalla quede un tendal. Poco le importa que el país se divida en facciones, porque lo que tiene en vista no es el "bien común", sino el "bien exclusivo" de su estrecha victoria.

Por eso el odiador divide a los demás en dos categorías: los enemigos y los colaboradores. A los enemigos busca "ponerlos de rodillas". A los colaboradores, le basta con disciplinarlos. Para no entrar en la temible categoría de los enemigos, muchos colaboradores doblan entonces de antemano sus rodillas. Es que, situados en una corte donde prevalecen el miedo y la codicia, han descubierto las oscuras ventajas de la humillación.

Si Johnson escribiera un libro sobre la Argentina, incluiría a Kirchner en su galería de los odiadores. Aunque el ex presidente rara vez deja escapar sus sentimientos como lo hizo quizá sin percatarse al denominar a su movimiento "Frente para la Victoria", algunos de sus incondicionales se van a veces de boca, poniéndolos en evidencia. Cuando el diputado Carlos Kunkel, el mismo que al insultar públicamente a Felipe Solá durante la votación del Congreso sobre las retenciones hizo más por exaltarlo que lo que podía hacer él mismo, dijo hace unos días, a propósito de la grave sequía que azotaba al campo, "que le pidan la lluvia a Bergoglio", confirmó así en una sola frase dos de los tres odios principales que habitan a su jefe: el odio al campo y a la Iglesia. Para completar este lúgubre "cuadro de honor", sólo faltarían los militares.

El problema político que hoy enfrenta la Argentina es que la agresividad del ex presidente se ha concentrado recientemente en uno de los pocos sectores que no le tienen miedo ni se han dejado seducir por sus subsidios. El campo ha levantado la bandera de la dignidad. Pero la dignidad es contagiosa. Es comprensible entonces que Kirchner concentre su fuego sobre el campo, quizás invitando a los gremios del transporte que le son adictos a que corten ellos mismos las rutas para agravar la confrontación. Si Kirchner y el campo no cambian sus códigos, si uno insiste en obtener la rendición que el otro no está dispuesto a ofrecerle, viene lo peor para el bien común de los argentinos: una lucha sin cuartel, a todo o nada.

"No hay mal "

En medio de una crisis le preguntaron a Roca, ese eximio artesano de la Argentina moderna, cómo iban las cosas, a lo cual "el Zorro" contestó: "Vamos bien porque vamos mal; vamos mejor porque vamos peor". Esta respuesta al parecer elusiva contenía un mensaje: que a veces las olas superficiales de un río contradicen a su corriente profunda. Empeñada como está en diseñar combates contraproducentes, a la Argentina de Kirchner le va mal. Más abajo crece, en dirección contraria, la corriente profunda de nuestro aprendizaje.

¿Quién podría negar que, más allá de su agresividad compulsiva, Kirchner está generando lecciones en contrario? Después de Rosas surgió una generación que, a contrapelo de él, soñó un nuevo proyecto de país. Es que había aprendido del dictador todo lo que no había que hacer. De 1853 en adelante, la Argentina ejecutó durante décadas este vital aprendizaje. Hoy habría que ofrecerle a Rosas el paradójico homenaje que reciben los maestros involuntarios.

Ahora están proyectándose en nuestro país políticos como Cobos, Binner, Macri, Rodríguez Saá, Narváez, Reutemann, Solá y tantos otros que están recogiendo la lección de Kirchner, nuestro nuevo maestro involuntario. Y esa lección nos dice que los países no se construyen sobre la arena movediza de las disputas facciosas, sino sobre los trabajosos cimientos del acuerdo y la concertación. Por eso hasta Duhalde, que todavía sobrelleva la carga de su opción por Kirchner en 2003, podría consolarse pensando que Dios escribe derecho con líneas torcidas o que, como dice el refrán, no hay mal que por bien no venga.

Porque la historia de las naciones con destino como la nuestra no es una sucesión caprichosa de contradicciones, sino el limo que se agolpa después de las tormentas. Y así como hoy vemos a Rosas como un aguacero lamentable del que después resultaría un apogeo, una resurrección, quizá no esté lejano el día en que hasta el propio Kirchner podría encontrar, al fin de su camino, la ilustrada compasión de sus sucesores.




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