Mariano Grondona Una introducción básica al poskirchnerismo
Política

Mariano Grondona Una introducción básica al poskirchnerismo


A lo largo de sus 200 años de historia, la Argentina ha conocido tres etapas en las cuales todo el poder se concentró en un hombre. Entre 1829 y 1853, ese hombre fue Juan Manuel de Rosas. Entre 1945 y 1955, ese hombre fue Juan Domingo Perón. De 2003 a 2008, más allá del simulacro de Cristina, ese hombre ha sido Néstor Kirchner. Ya sabemos lo que pasó después de Rosas y de Perón. Todavía no sabemos lo que pasará después de Kirchner. ¿Podremos anticipar la Argentina poskirchnerista?

Si queremos imaginar la Argentina poskirchnerista, quizá nos sirva recordar la Argentina que sobrevivió a Rosas y la que sobrevivió a Perón. La primera fue un éxito. La segunda, un fracaso. Lo que determinó el éxito de aquélla y el fracaso de ésta fue el comportamiento de la oposición.

Hacia 1835, Rosas se había convertido en un déspota. Dejemos de lado evaluar si su despotismo fue el remedio cruel pero necesario para un país que había caído en la anarquía o si fue un exceso que pudo haberse evitado, porque no estamos intentando aquí una ideología de la historia. Lo que sí podemos decir es que los opositores de Rosas, casi todos ellos exiliados en Montevideo o en Chile para huir de su represión, tomaron a su cargo dos tareas: una, inmediata, combatir cada día con la pluma al dictador y la otra, mediata, imaginar cómo debería ser la Argentina ulterior.

Esta segunda tarea quedó a cargo de la llamada "generación del 37", que reunió a un grupo de argentinos entre los que sobresalían Esteban Echeverría, Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi. Esta generación, entonces, no fue sólo "antirrosista", sino, además, "posrosista". En febrero de 1852, el gobernador de Entre Ríos Justo José Urquiza derrotó y derrocó a Rosas en la Batalla de Caseros. Tres meses después, Alberdi publicó en su libro Bases el proyecto del nuevo país "posrosista", que había forjado en años de estudios y debates con los miembros de su generación. En 1853, su proyecto se encarnó en una nueva Constitución, donde convergerían no sólo Urquiza, sino también una serie de antirrosistas y de ex rosistas como Dalmacio Vélez Sarsfield, el eminente autor del Código Civil, que todavía nos rige. Amparada por la nueva Constitución, la Argentina conocería de ahí en más un período de extraordinario desarrollo económico hasta el fatídico golpe militar del 6 de septiembre de 1930, cuando, después de casi ochenta años de progreso sin par, descarriló.

El antiperonismo

Como todo hombre fuerte, en su tiempo de poder absoluto Perón suscitó grandes enconos. El problema fue por entonces que la irritación que el caudillo despertaba concentró a la generación de sus opositores en sólo una de las dos tareas que había acometido la generación del 37: pensar en cómo contradecirlo y, eventualmente, derrocarlo, y ya no en cómo diseñar el país que debería sucederlo. Y así fue como, al caer Perón en 1955, a la inversa de 1853 sus opositores, por un momento triunfantes, carecieron de un libreto en dirección del porvenir.

Esto explica por qué Perón pudo volver de su exilio dieciocho años más tarde, señalando con su habitual ironía que "no es que nosotros no hayamos sido malos, sino que los que nos sucedieron fueron peores". ¿Por qué, en cambio, Rosas no pudo volver? Porque lo había reemplazado un proyecto. En su furia muchas veces comprensible contra Perón, sus opositores no tuvieron tiempo ni visión para no ser sólo antiperonistas, sino, además, "posperonistas".

Pero Perón, en su largo exilio, había aprendido. A su vuelta, por eso, ya no dijo que "para un peronista no hay nada mejor que otro peronista", sino que "para un argentino no hay nada mejor que otro argentino". Viejo y sabio, Perón se abrazó con otro sabio surgido del antiperonismo, Ricardo Balbín. Pero en el país ya se había levantado otra vez, como en el tiempo de unitarios y federales, el huracán del odio entre los argentinos. La nueva Mazorca fueron entonces los Montoneros y los militares, los nuevos unitarios. En 2001, el país volvió a conocer la anarquía que había disipado cruelmente Rosas, esta vez a costa del infortunado De la Rúa. Había llegado la hora de Néstor Kirchner.

La segunda tarea

Los historiadores del futuro determinarán si, después de la anarquía de De la Rúa, nos hacía falta un segundo Rosas. Al principio, el pueblo apreció que aterrizara entre nosotros un nuevo mandón. Hoy, cuando Kirchner ya está cayendo en excesos, como la venganza contra el campo, que osó contradecirlo, y como el proyecto de apoderarse de los fondos jubilatorios contra la voluntad del 80 por ciento que prefirió hace un año el sistema privado, esos excesos pesan cada día más.

En estos momentos en que Kirchner se encamina hacia la suma del poder, su evidente estrategia y su estilo destemplado enardecen todavía más a muchos argentinos. Que quiere quedarse con todo resulta evidente porque su poder no reconoce plazos y porque, si lograra despojar ahora a las AFJP, dejaría sin la única fuente de financiamiento que aún les queda a las empresas que operan en el país. También ellas tendrían que doblar su cabeza ante el autoritarismo oficial. Pero la pregunta que hay que hacerse no tiene tanto que ver con las intenciones y el estilo de Kirchner, sino con la estrategia de la oposición. Como en 1853, como en 1955, lo que hay que preguntarse es si la oposición se contentará con ser únicamente antikirchnerista o si se atreverá además a pensar en un nuevo país: el país del poskirchnerismo.

Hoy, según las encuestas, Kirchner conserva solamente el 30 por ciento de los votos. El 70 por ciento restante es opositor. Lo que se hace notar entonces es que la oposición debería reunirse para vencerlo. Pero ¿podrá hacerlo acaso si no concibe un proyecto común en dirección del poskirchnerismo?

La irritación que produce Kirchner induce a los opositores a concentrarse en el antikirchnerismo. Esta sería la estrategia preferible para el Gobierno porque, irritando de continuo a sus opositores, conservaría de este modo la iniciativa. Aun en el caso de que el desgaste que está experimentando el kirchnerismo se acentuara, su eventual derrota, si fuera rápida, no le daría a la oposición el tiempo necesario para pensar en el nuevo país, haciéndola caer otra vez en la trampa en la que cayó el antiperonismo.

Lo que hay que hacer por lo visto es pensar seriamente en el país que queremos tener una vez que pase el vendaval kirchnerista. No sabemos, por cierto, cuánto tiempo le queda al poder absoluto de Kirchner en una Argentina que, cada día más, quiere ser republicana. La oposición es la encargada de pensar en profundidad cómo debería ser esa Argentina. Tiene que dialogar en esa dirección. Del diálogo sobre la nueva Argentina deberían participar no sólo los opositores, sino también los propios kirchneristas que estén dispuestos, como ya se demostró en el debate sobre el campo, a abandonar las filas de los incondicionales. Para lograr esto hará falta grandeza de alma e imaginación. Ante nosotros se bifurcan los caminos de una Argentina expuesta tanto a la bendición del posrosismo como a la frustración del antiperonismo. Si encontramos el camino correcto, entre todos podremos construir un nuevo Alberdi



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