Mariano Grondona El día en que se abrieron las puertas de la historia
Política

Mariano Grondona El día en que se abrieron las puertas de la historia


En los últimos setenta y seis años los argentinos hemos asistido a cuatro grandes funerales. El 3 de julio de 1933 murió Hipólito Yrigoyen. El 26 julio de 1952 falleció Eva Perón. El primero de julio de 1974 murió Juan Domingo Perón. El martes último, 31 de marzo, nos dejó Raúl Alfonsín.

Los cuatro entierros dieron lugar a masivas manifestaciones populares. Este es su rasgo común. Pero también tuvieron rasgos distintivos. Eva Perón fue la única mujer entre esos cuatro líderes a los que el pueblo despidió con un afecto sin par. También fue la única que nunca llegó a la Presidencia. Tanto a Evita como al general Perón se los despidió desde el poder. Yrigoyen y Alfonsín murieron cuando ya habían vuelto al llano. Si Perón y Evita continúan siendo los símbolos supremos del peronismo, Alfonsín se acaba de sumar a Yrigoyen y a Balbín como uno de los símbolos supremos del radicalismo.

Entre 1933 y 2009, las circunstancias fueron cambiando. Cada entierro tuvo, de este modo, su propio contexto. Al morir, Yrigoyen se había convertido en el máximo representante de la oposición radical a la década de los conservadores que recién comenzaba. Evita murió, por su parte, en medio del feroz antagonismo entre el peronismo y el antiperonismo, y por eso no debe extrañarnos que, además de la inmensa movilización popular que suscitó, su entierro también fuera acompañado por la presión estatal para que asistieran los empleados públicos aunque fueran opositores y los colegiales aunque aún no hubieran llegado a la edad de la razón.

Habiéndose producido después de la reconciliación entre los argentinos que protagonizó con Ricardo Balbín, la muerte de Perón provocó, en cambio, una inmensa manifestación espontánea de la que participaron tanto los peronistas como los antiperonistas. Frente a la tumba de Perón, Balbín, su "viejo adversario", despidió al "amigo", creando la esperanza de la unión nacional que se ocuparía de frustrar, casi al mismo tiempo, la sangrienta discordia de los años setenta entre los Montoneros y los militares. En la accidentada historia de los encuentros y los desencuentros entre los argentinos, ¿qué lugar ocupa, a la hora de su muerte, el ex presidente Alfonsín?

Una jornada particular

El tiempo cronológico es uniforme. El tiempo de cada persona y de cada pueblo, por lo contrario, es irregular. Esto lo advirtió el filósofo Henri Bergson cuando opuso al tiempo mecánico de los relojes ese otro trémulo tiempo al que llamó la durée, la "duración" o, con otras palabras, la experiencia vital. Pero hay dos clases de "duraciones". Una de ellas, la más común, se impone en el transcurso de casi toda nuestra vida. Es la duración "cotidiana". La otra, volcánica, nos sorprende sólo de cuando en cuando, poniéndonos en contacto, excepcionalmente, con los repliegues profundos de la historia.

En medio de esta duración histórica, nos marcan a fuego los grandes acontecimientos, las grandes definiciones que conmueven a una persona o a un pueblo para siempre o, mejor dicho, hasta que los sorprenda otra hora excepcional. Mientras las aguas de lo cotidiano discurren sin aparente novedad, son esos grandes estallidos los que determinan el entrecortado argumento de la historia. Así como dividimos entonces los ciclos históricos entre un "antes de" y un "después de" aquellos grandes acontecimientos como, para tomar un encumbrado ejemplo, la venida de Cristo o, para tomar nuestros ejemplos nacionales, la Revolución de Mayo o el Acuerdo de San Nicolás y la sanción casi inmediata de la Constitución Nacional, también vivimos "antes de" o "después de" las grandes vidas y las grandes muertes y, entre éstas, los grandes entierros.

Para los argentinos de mi generación, los cuatros entierros que acabamos de mencionar son los mojones de nuestro propio itinerario. Cuando recién habíamos nacido, murió Yrigoyen. Cuando éramos jóvenes, murió Evita. Cuando éramos adultos, murió Perón. Y ahora que peinamos canas, acaba de morir Alfonsín.

Creo que en estos últimos días somos muchos los que hemos tenido la sensación de que nos visitaba la historia. Otro histórico, Antonio Cafiero, expresó este sentimiento general al decir que Alfonsín ya no les pertenece sólo a los radicales. ¿Pero qué quiso decirnos Alfonsín con su silencio final, qué quiso comunicarnos este orador incansable cuando, al fin, le tocó callar? ¿Cuál fue, en definitiva, su postrer mensaje?

Durante sus largas y emotivas exequias, muchos tuvimos esa sensación de que, en una jornada particular, nos convocaba la historia. Pero ahora la tarea ya no es de él sino nuestra. ¿Seremos capaces de traducir entonces al lenguaje de nuestra tensa vida en común ese último mensaje que Alfonsín encarnó sin pronunciar?

Ahora, la república

En 1983, justamente de la mano de Alfonsín, renació la democracia. Reimplantarla ha sido hasta ahora, sin embargo, una tarea inconclusa. En los 25 años que ella lleva de vigencia, la hemos comprometido y la hemos salvado varias veces. Pese a crisis como la que agobió al propio Alfonsín cuando renunció antes de tiempo a mediados de 1989 y como la aún más grave que acompañó a la renuncia de Fernando de la Rúa a fines de 2001, la democracia sigue con nosotros.

Pero la restauración de 1983 sigue inconclusa porque a lo que llamamos simplemente "democracia" aún le falta su segundo elemento esencial, ese que llamamos "república". Lo que nos ha faltado hasta ahora es reimplantar "totalmente" el régimen político de nuestra Constitución, que no es otro que la democracia republicana . Mientras la democracia consiste en que el pueblo tenga la última palabra, la república consiste en que el poder que surge de las elecciones admita por su parte características que aún brillan por su ausencia: la división de los poderes, para que coexistan plenamente al lado del Poder Ejecutivo el Poder Legislativo del Congreso y el Poder Judicial de tribunales celosamente independientes, sumándoseles los poderes locales verdaderamente autónomos que requiere por su parte el principio federal. Porque el poder, en las repúblicas, no se dice en singular sino en plural. Si en una Constitución como la nuestra los poderes que limitan y controlan al Poder Ejecutivo languidecen, podrá haber democracia pero no república, esto es, una "democracia no republicana".

La inmensa manifestación que acompañó a Alfonsín a su última morada lo hizo en respetuoso silencio. No se escucharon en ella gritos ni improperios. Su recatada actitud portaba, sin embargo, un mensaje elocuente: los argentinos no queremos solamente la democracia sino también la república. Este es el mensaje que el Poder Ejecutivo, si puso sus oídos contra el suelo, hubo de escuchar.

Si el Gobierno sigue pretendiendo como hasta ahora la suma del poder en singular, si sigue sin dialogar con quienes no piensan como él, habrá desoído el elocuente silencio de la ciudadanía en esta semana particular. Parafraseando al propio Alfonsín, el último mensaje de moderación, pluralismo y honestidad que nos legó podría reflejarse entonces en una de sus frases preferidas: "Ahora, la república".

El Gobierno está invitado, pues, a rectificar su interpretación autoritaria de la democracia. Ojalá lo intente él mismo porque, en caso contrario, la tarea urgente y esencial de completar la democracia republicana que aún nos debemos quedará a cargo, ya sea en 2009 o en 2011, del poskirchnerismo. Será sólo entonces, en tal caso, que la democracia reclamará la compañía de la república como una hermana que al fin encuentra a la querida hermana que se le había extraviado.




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