En las luchas políticas, así como en las batallas militares, en algún momento estalla el episodio del cual dependerá el destino de los contrincantes: es ese momento en el que alguno de ellos, temiendo perder, decide apostarlo todo a una riesgosa contraofensiva . Dos contraofensivas decidieron por ejemplo la suerte del mundo a fines de la Segunda Guerra Mundial. En el frente oriental, el ejército ruso cercó al ejército alemán en torno de Stalingrado en la llamada "operación Urano", que dio lugar al combate más sangriento de la guerra. Exhaustas y después de haber perdido 325.000 hombres, las fuerzas alemanas del mariscal Von Paulus terminaron por capitular. En el frente occidental, otro jefe alemán, el general Von Runstead, lanzó a su vez una profunda contraofensiva que lo llevó hasta el desierto belga de las Ardenas, pero al fin también tuvo que ceder frente al legendario general norteamericano George Patton. Después de Stalingrado y las Ardenas, la suerte de la Alemania nazi quedó sellada.
Tras sufrir la gran derrota electoral del 28 de junio de 2009, el "mariscal" Kirchner, que parecía perdido, lanzó a pesar de ello una vasta contraofensiva. A estas alturas de los acontecimientos no sabemos si vencerá como los rusos en Stalingrado o si perderá como Von Runstead en las Ardenas. Los dados de su apuesta, todavía, no han sido echados.
El origen etimológico de la palabra "guerra" es la voz indoeuropea wers , que significa "confusión" porque hasta que alguna de las partes se rinde, nadie sabe a ciencia cierta cómo terminará. Lo mismo ocurre en la lucha política. Los argentinos aún vivimos en medio de nuestra propia "confusión". Por lo tanto, se multiplican las apuestas. De un lado, el núcleo duro del kirchnerismo, al que se suma una legión de oportunistas, apuesta al ex presidente. Del otro lado, militan todos aquellos que en el mejor de los casos por convicción y en el peor de los casos por cálculo apuestan en sentido contrario. El porvenir de la Argentina, mientras tanto, esconde sus cartas.
El fiel de la balanza
La jornada del 28 de junio fue una sorpresa tanto para el kirchnerismo como para la oposición. Aquél, que no esperaba perder, lanzó de inmediato la contraofensiva en medio de la cual hoy nos hallamos bajo la consigna de que había que "profundizar el modelo". Esta creyó, por su parte, con cierta ingenuidad, que Kirchner ya estaba vencido. Ninguno de los dos bandos tenía razón. El kirchnerismo porque a lo mejor, lejos de exigirle que profundizara el modelo, la mayoría le había pedido que lo cambiara. La oposición porque no advirtió a tiempo que, lejos de rendirse, el kirchnerismo doblaría su apuesta.
Ante la audacia de Kirchner al actuar del 28 de junio en adelante como si hubiera ganado cuando en realidad había perdido, algunos consideran ahora la teoría de que Kirchner, efectivamente, está ganando. Pero tanto el kirchnerismo como el no kirchnerismo están olvidándose de un tercer actor: la amplia reserva de los indecisos. Es que la diferencia entre las luchas electorales y las batallas militares es que en tanto que éstas se resuelven a sangre y fuego, aquéllas se someten a un árbitro, el conjunto del pueblo. ¿Qué hará entonces el árbitro popular una vez que termine la campaña, cuando los contrincantes hayan agotado sus opuestos argumentos? He aquí un enigma envuelto en un misterio.
Antes de pronunciar su veredicto, los votantes que aún no se han pronunciado, que son mayoría, sopesarán las razones que esgrimen los contendientes. La principal razón que puede exhibir hoy el kirchnerismo es que la economía parece haber recobrado en 2010 el impulso que había perdido en 2009. Contra este argumento, no faltan economistas que señalan que el crecimiento actual de la economía es sólo de corto plazo, una suerte de espejismo que, apoyándose en la euforia típica de los períodos iniciales de la inflación, está desconociendo que, al concentrarse en el gasto público y en el alto consumo, el Gobierno se ha olvidado de la inversión de largo plazo, que es la base del desarrollo y que ahora desfallece entre nosotros mientras aumenta impetuosamente en países vecinos como Brasil, Chile y Uruguay.
Durante varios períodos de nuestra historia reciente, los argentinos hemos sido excesivamenteeconomicistas al concentrarnos en los resultados económicos de los gobiernos sin preguntarnos por su solidez institucional. Así fue como los gobiernos militares obtuvieron a veces niveles de consenso que nunca habrían logrado si nos hubiéramos fijado en su precariedad institucional. Este atávico economicismo, ¿aún perdura entre nosotros? ¿O el énfasis constante de la oposición en la necesidad de reforzar nuestro sistema republicano en el Congreso frente al autoritarismo de los Kirchner pesa ahora más que antes? ¿Por qué perdió en todo caso Kirchner hace un año? ¿Por la marcha insuficiente de la economía o por su sesgo antirrepublicano, antiinstitucional? Esta es, quizá, la pregunta decisiva.
La pregunta por el pueblo
Todavía se podría agregar un argumento esta vez "político" en favor de Kirchner: que, en tanto que éste ha concentrado sus fuerzas en torno de su propio liderazgo, sus opositores se siguen dispersando en querellas que algunos juzgan pueriles en torno de nombres como los de Macri, Carrió o Stolbizer. Pero este argumento es en cierta forma endeble porque tiende a equiparar dos momentos incomparables del proceso político como son, de un lado, la "maduración" que ya ha logrado la empresa kirchnerista, con sus dos "pingüinos" al frente, y, del otro lado, el estadio todavía inicial que atraviesa la oposición en torno de sus incipientes precandidatos. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si el indescifrable Reutemann decidiera, al fin, sumarse a la contienda? ¿Hasta dónde podrá llegar ese incansable tejedor que es Eduardo Duhalde? Una vez que consume su propia maduración política, de todos modos, la oposición podrá dividirse sólo en dos opciones, el "panradicalismo" y los "peronistas federales", porque de lo contrario, de dividirse en tres, podría concederle una ventaja decisiva al "unitario" Kirchner. Esto supone, desde luego, que Macri y los peronistas federales necesitarían ponerse finalmente de acuerdo.
Los números avalan este horizonte, ya que en tanto que el kirchnerismo, gracias a su contraofensiva, podría estar subiendo del 25 por ciento que obtuvo en 2009 al 30 por ciento que tendría ahora, la oposición, con sus dilaciones, podría estar descendiendo del 75 por ciento de 2009 al 60 por ciento actual. Sesenta por ciento contra treinta por ciento: esta cuenta da todavía para dividir en dos, pero ya no en tres al no kirchnerismo si éste quiere, en verdad, derrotar a Kirchner.
Perón repetía que "lo mejor que tenemos es el pueblo". Esta frase, que en su momento se tomó por demagógica, ¿no ha pasado a indicar hoy, con el transcurso de los años, la nueva identidad de nuestra democracia? Ante el ímpetu de la autocracia kirchnerista, ante la difícil reunión de las fuerzas que se le oponen, ¿no será quizá que, en la Argentina contemporánea, la mejor reserva que tenemos es el pueblo? ¿No será él, en definitiva, aquél ante el cual todos apelaremos? Este pueblo, el mismo que hace un año le propinó un rotundo "no" al kirchnerismo, ¿no está cambiando acaso sus valores? Si su cambio incluye ahora un horizonte ya no economicista, ya no demagógico, sino republicano e institucional, el único que puede derrotar realmente a la pobreza, ¿no será que ya estamos al borde de esa república esclarecida, de largo plazo, que resplandece en las naciones hermanas?