En enero de 1833, el comandante inglés John Onslow, al mando de la
corbeta Clío, invadió las islas Malvinas y desalojó a su legítimo
gobernador, Luis Vernet, quien administraba una comunidad de ciento
cincuenta habitantes bajo el pabellón argentino. Mañana se cumplen 30
años de la recuperación de las islas por parte de la Argentina y del
inicio de la guerra entre nuestro país y el Reino Unido. Cabría decir
que la espinosa relación triangular entre la Argentina, el Reino Unido
y los isleños atravesó tres fases desde la invasión británica de 1833.
En la primera fase , si bien la Argentina nunca dejó de reclamar las
islas, fue relativamente tolerante con la presencia británica en ellas
debido a la excelente relación que mantenía con el Reino Unido. No
olvidemos en tal sentido que Juan Manuel de Rosas, bajo cuyo gobierno
los ingleses ocuparon las islas, se exilió después de su caída y hasta
su muerte en una chacra próxima a Southampton. Durante esta primera
fase de tolerancia bajo protesta de la ocupación británica, el
entredicho de las Malvinas no afectó las intensas relaciones entre
Londres y Buenos Aires, a cuyo amparo se multiplicaron las inversiones
de Gran Bretaña mientras nuestras exportaciones agropecuarias cruzaban
el Atlántico rumbo a sus puertos. Aparte del antecedente de Rosas, en
1933 ambos gobiernos firmaron el famoso pacto Roca-Runciman, que
aseguraba el destino de nuestras exportaciones en medio de la crisis
económica mundial, mientras la Argentina aventajaba de lejos al resto
de América latina en materia económica.
LA SEGUNDA FASE
La segunda fase en la relación triangular entre la Argentina, el Reino
Unido y los isleños comenzó en realidad en 1941, a partir del momento
en que los Estados Unidos reemplazó al Reino Unido a la cabeza de
Occidente después de resistir la agresión japonesa de Pearl Harbor.
Hasta este momento, la neutralidad argentina en la Segunda Guerra
Mundial era favorecida por el Reino Unido porque, gracias a ella, los
submarinos alemanes dejaban pasar nuestros envíos de alimentos por el
Atlántico. Pero a partir de 1941, cuando los Estados Unidos entraron
en la guerra, comenzaron a presionar al gobierno argentino para que
los acompañara. En manos primero del presidente Castillo y después de
la logia militar del GOU, inspirada por Perón, la Argentina al
principio se resistió. Al fin, Washington torció el brazo de Buenos
Aires mientras Brasil, dándose cuenta de que había una nueva potencia
hegemónica en el mundo, enviaba tropas a Italia para combatir al lado
de ella. Este fue el instante preciso en que Brasil sustituyó a la
Argentina en el convoy de la historia.
Pese al nacionalismo que exhibió al estatizar los ferrocarriles
ingleses, Perón nunca se aventuró por las Malvinas. Podría decirse
empero que, a medida que la influencia británica en el mundo decaía,
los gobiernos argentinos que lo sucedieron empezaron a mostrar cierta
impaciencia frente a las islas porque en las flamantes Naciones Unidas
los acompañaban los nuevos países que venían animados por el espíritu
de la descolonización. Fue entonces cuando nuestro país empezó a ganar
una votación tras otra en la Asamblea de las Naciones Unidas, que
exhortaba al Reino Unido a negociar la disputa de soberanía sobre las
islas. El Reino Unido se negaba, pero al mismo tiempo alentaba a
nuestros gobiernos a dar auxilio económico a las islas; sembraba así
la esperanza, que al final resultó fallida, de que una buena relación
con ellas podría reabrir un día la frustrada negociación. Podríamos
decir así que la segunda fase del conflicto mostró una creciente
impaciencia del lado argentino ante el hecho de que, pese a que desde
el continente se abastecía a las islas y se abrían intensas vías de
comunicación con ellas, persistían las maniobras dilatorias del
gobierno británico mientras se consolidaba la ocupación de las islas
en manos de sucesivas generaciones de colonos escoceses cuyas familias
se afianzaron como los ocupantes efectivos de las Malvinas.
El 31 de marzo de 1982, el creciente aislamiento político en el cual
se encontraba la junta militar que presidía el general Galtieri lo
animó a ensayar la aventura de la invasión, quizá suponiendo que la
primera ministra Margaret Thatcher no se animaría a arriesgar su flota
a través del Atlántico para reprimirla. En su ignorancia capital del
mundo, Galtieri no vio, sin embargo, que, llevando casi perdida la
campaña por su reelección, Thatcher aprovecharía el desafío de la
invasión para levantar en su propio beneficio la bandera nacionalista,
lo cual desembocó no sólo en la reconquista sangrienta de las islas,
sino también en la primera guerra perdida de nuestros militares en
toda su historia. Humilladas y confundidas pese al heroísmo de
nuestros aviadores, las Fuerzas Armadas argentinas desaparecerían, a
partir de ahí, del escenario argentino.
LA TERCERA FASE
Diríamos que la tercera fase del largo conflicto de las Malvinas
coincide con esta posguerra que lleva 30 años. Este último capítulo
contiene, a su vez, dos partes. En la primera de ellas, la Argentina
volvió a las andadas para obtener una seguidilla de triunfos
diplomáticos retóricos, para consumo interno, que no conducen a
ninguna parte mientras, sobre las islas, sus ocupantes avanzaban en la
explotación de una inmensa riqueza ictícola y, probablemente,
petrolera. Hubo, sin embargo, otra instancia intermedia que coincidió
con un gambito del canciller Guido Di Tella, en los años noventa.
Habiendo advertido que el Reino Unido no avanzaría nunca hacia una
negociación con la Argentina mientras aleteara el veto de los
malvinenses, Di Tella emprendió la tarea de seducirlos . Su ofensiva
respondía a la convicción de que no era posible que cuarenta millones
de argentinos no pudieran convencer a dos mil isleños de que les
convenía una estrecha relación con un país de dimensiones
considerables, que los miraba apenas a cuatrocientos kilómetros de
distancia, sin ningún otro país a la vista.
La estrategia de Di Tella pudo haber resultado con una sola condición:
que los gobiernos posteriores a él insistieran en su política de
seducción, convirtiéndola en una política de Estado. Pero esto no
ocurrió, porque los sucesores de Di Tella volvieron a la retórica, con
lo que se demostró que el problema no reside en las Malvinas, sino en
que la Argentina carece de políticas de Estado, de largo plazo, y sólo
tiene políticas de gobierno que nacen y mueren con cada presidente.
Solamente después de varias décadas de "seducción", los isleños se
convencerían de que sus vecinos somos constantes, porque recién
entonces empezarían a percibirnos como socios confiables.
Aquí desemboca el verdadero problema de las Malvinas: no en la
relación con los ingleses o con los isleños, sino con nosotros mismos,
porque sólo cuando maduremos hasta ser capaces de sostener una
política de Estado que trascienda la sucesión de nuestros gobiernos,
los argentinos podremos convencer a otros, y sobre todo a nosotros
mismos, de que merecemos ser una nación. Cuando esta evidencia salga a
la luz, ya no necesitaremos ni siquiera festejar a los isleños porque,
al advertir los enormes beneficios que obtendrían al conectarse con
una nación lindante, madura y benigna, estarían espontáneamente
dispuestos a levantar el veto que ahora, pese a su mínima dimensión,
nos siguen oponiendo con eficacia. La Argentina es una nación
adolescente. Sólo cuando deje de serlo podrá fecundar otros espacios
convergentes no sólo en las Malvinas, sino también en las aguas del
Atlántico Sur y en los hielos de la Antártida..