Política
MARIANO GRONDONA Consenso y disenso sobre la pobreza
La Nacion
CUANDO el presidente de la Comisión de Pastoral Social de la Iglesia, monseñor Jorge Casaretto, convocó a diversos referentes políticos, económicos y sociales para dialogar sobre el agudo desafío de la pobreza que agobia a un 33 por ciento de nuestros compatriotas, lo que en verdad intentó fue relanzar el Diálogo Argentino, que había dado excelentes frutos en plena crisis de 2002. Su meta era promover la publicación de un documento conjunto que, firmado por todas las fuerzas representativas del país, abordaría de frente el gravísimo problema de nuestras carencias sociales. Pero esta vez el proyecto del obispo de San Isidro no llegó a buen puerto, y esto hasta tal punto que su propio autor confesó, una vez que resultó evidente la esterilidad de su esfuerzo, que al concebir su propuesta había pecado de "ingenuidad". A pesar de que ya se había redactado un borrador, el documento conjunto sobre la pobreza de los argentinos, en definitiva, no verá la luz. ¿Fracasó entonces Casaretto?
Sí y no. Quizás era ingenuo suponer que el gobierno actual, que niega pura y simplemente la existencia del problema agudo de la pobreza mediante las estadísticas cada día menos confiables del Indec, y que pretende desconocer además el hecho evidente de que padecemos una inquietante espiral inflacionaria, iba a reconocer públicamente la penosa realidad social que nos rodea.
Pero Casaretto no fracasó, en cambio, no sólo al advertir que la pobreza es, hoy, el problema más acuciante de los argentinos, sino también al reflejar la novedad de algún modo revolucionaria de que tanto la izquierda como la derecha la están denunciando hoy por igual, desbordando así las antiguas fronteras ideológicas entre ellas. Hoy ya nadie niega que, a la vista de que países vecinos como Chile, Brasil y Uruguay están derrotando efectivamente la pobreza, nuestro país quedó a la zaga de las democracias latinoamericanas.
Hay agudos disensos entre los convocados por Casaretto, es cierto, en torno al método que deberíamos seguir los argentinos para combatir la pobreza y a la parte de responsabilidad que le toca a cada uno de ellos, pero estas diferencias no anulan el amplio consenso de fondo sobre el cual se destacan, ya que todos concuerdan en que, a estas alturas de los tiempos, el éxito o el fracaso de los regímenes políticos de nuestra región, sea cual sea su tradición ideológica, se debe medir antes que nada por su capacidad de derrotar la pobreza. Según esta capacidad demuestre ser grande, mínima o nula, así serán juzgados los gobiernos latinoamericanos.
Las dos caras del desarrollo
Una doctrina universalmente aceptada es que el desarrollo consiste en el juego armónico de dos grandes variables. Una de ellas es la distribución , cuyo papel es asegurar que los recursos productivos con los que cuenta una nación lleguen a todos sus habitantes. El documento que habían preparado Casaretto y sus asociados enfatizaba esta variable, ya que ningún desarrollo sería viable si, una vez creados los recursos, ellos quedaran concentrados en favor de minorías privilegiadas. Si la suma de la producción económica de un país se limitara a beneficiar sólo a un sector social, la injusticia resultante marginaría al resto de los frutos del desarrollo.
Pero el documento que se había preparado quizá no enfatizó debidamente que esta suma de los recursos productivos, aun bien repartida, podría resultar insuficiente por reducirse finalmente sólo a un "alfajor" en lugar de una "torta", frente a las necesidades apremiantes de las naciones subdesarrolladas. La doctrina social de la Iglesia, nacida a fines del siglo XIX a partir de la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII, además de asentar la justicia social sobre sólidos fundamentos filosóficos, también reflejaba el hecho de que, en los tiempos de su publicación, los países europeos estaban atravesando una etapa de intensa acumulación capitalista. Era lógico entonces que en esos momentos en que también se expandían los desafíos del socialismo y el comunismo, el mencionado pontífice enfatizara la necesidad imperiosa de una justa distribución de los ingresos cada vez más abundantes de las sociedades industriales avanzadas. Pero hoy, a más de un siglo de distancia, el problema central de los países subdesarrollados como el nuestro ya no es sólo la distribución de los recursos existentes sino también su acumulación revolucionaria. La segunda meta a la que debe atender nuestro país es, por ello, la multiplicación de las inversiones.
A esta meta apuntan hoy los países exitosos de América latina, ya que tanto Brasil como Chile y Uruguay están atrayendo una lluvia de inversiones porque el problema ya no es sólo "distribuir" mejor lo que hay sino también "crear" lo que aún no hay, una gigantesca tarea a la cual deben ser convocados tanto los capitales públicos como los privados porque, sin su concurso, lo que se repartiría entre los diversos sectores sociales ya no sería la "torta" a la que aspiramos sino, apenas, el "alfajor" que no nos alcanza. La inversión es, por lo visto, la otra cara del desarrollo. Así lo han reconocido por otra parte las sucesivas encíclicas que los papas publicaron desde Rerum Novarum hasta nuestros días.
El espejismo argentino
Si la alarma frente a la pobreza convoca por igual a todos los argentinos sinceros, sean de izquierda o de derecha, también nos afecta a todos un espejismo: que la Argentina es, todavía, un país rico . Esto explica por qué, de izquierda a derecha, todos tendemos a creer que en un país como el nuestro "sobran" los recursos y que nuestro único problema es distribuirlos mejor. En este diagnóstico coinciden hoy, en un amplio abanico, tanto los políticos como los empresarios y los sindicalistas que al fin no acordaron acompañar a Casaretto. De ahí el sesgo "distribucionista" que nos ha caracterizado a los argentinos por lo menos desde los años cuarenta hasta nuestros días, y que el énfasis de casi todos haya sido, desde entonces, insistir en la prioridad absoluta de la distribución sobre la inversión con la fugaz excepción de Arturo Frondizi, quien fue el primero en advertir que ya no éramos un país rico sino un país pobre, sediento de inversiones. Es lo que viene de reconocer, en el Uruguay, ese sorprendente jefe de Estado que es el ex tupamaro José Mujica.
¿Qué pasaría empero si hoy partiéramos de la premisa de que, lejos de ser un país rico mal distribuido hemos pasado a ser no sólo un país mal distribuido sino también mal invertido? ¿Qué pasaría si reconociéramos que no tenemos un gran problema sin dos, la injusticia de la distribución y la anemia de la inversión? Quizás esta comprobación afectaría nuestra autoestima pero nos reconciliaría, a cambio, con la dura aunque prometedora realidad que estamos viviendo porque, a semejanza de Alberdi hace un siglo y medio, reconoceríamos con humildad que la realidad que hoy desafía a nuestra generación, aunque ya no sea un desierto como el que obsesionaba al gran tucumano, es un nuevo vacío esta vez no geográfico sino económico: el desierto de los capitales. Somos pobres. Nuestro escándalo no es que haya muchos pobres en un país rico sino que haya demasiados pobres en un país que, aparte de castigar a los pobres con la mala distribución, también los desanima por la ausencia de proyectos multiplicadores. A lo mejor el ideal ya no sería entonces distribuir mejor lo poco que tenemos sino traer a la realidad lo mucho que no tenemos, eso sí, para distribuirlo mejor. ¿Podría ser éste el gran aporte de la Argentina del Bicentenario?
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