Una intuición amarga se abatió sobre Néstor Kirchner: no volverá a ser
presidente. Abandonado por gran parte de los intendentes del
conurbano, si no por casi todos, sepultó al mismo tiempo cualquier
expectativa de seducción a los sectores medios de la sociedad.
Ratificó genio y figura. ¿Se pueden ganar elecciones nacionales en la
Argentina sin el Gran Buenos Aires y sin la clase media?
Definitivamente, no. Aquella percepción fatídica explica, de algún
modo, muchas cosas que sucedieron en los últimos días.
Explica, más que nada, la decisión de abrazarse con obsesión a los
sectores y a las figuras más resistidas por la sociedad. Está
escribiendo también la historia del día después, cuando esas alianzas
y esos ímpetus falsamente revolucionarios servirán de pretexto para
justificar el adiós. Amigos entrañables que han frecuentado en días
recientes al ex presidente suelen contar tales intuiciones y
mutaciones en Kirchner, a partir de escucharle palabras sueltas o
frases cargadas de rencor y resentimiento. Se terminó el político que
crispaba para terminar negociando, el líder con sensores especiales
para establecer dónde estaba la pared con la que nunca chocaría.
Su percepción es homologada, involuntariamente, por importantes
intendentes del conurbano. Nuestra opción es Duhalde o Scioli.
Kirchner no figura ni figurará , dijo uno de ellos, directo y brutal.
Duhalde nunca cortó con los intendentes; muchos de ellos crecieron
bajo su sombra y lo siguen llamando "presidente" o "jefe".
Scioli empezó a dar vueltas con frecuencia por los municipios
peronistas más distanciados del kirchnerismo. En los últimos 15 días
estuvo tres veces en Malvinas Argentinas, cuyo intendente, Jesús
Cariglino, integra el denominado "Grupo de los 8", el núcleo de ocho
intendentes justicialistas que se apartaron del kirchnerismo. Ellos
serán, dicen, los que abrirán la puerta para la fuga masiva de los
barones del conurbano. El conurbano ha roto con Kirchner, pero él
todavía no se ha dado cuenta , resume, irónico, uno de esos caudillos.
La inseguridad golpea sobre los intendentes y sus territorios; ellos
culpan del flagelo a la insoportable inacción de los Kirchner. La
muerte injusta e inhumana del joven Matías Berardi, en Campana,
escandalizó a un país ya con más temores que ilusiones.
Hebe de Bonafini no estuvo sola para espantar a la clase media. El
acto kirchnerista en la plaza frente a los tribunales estuvo precedido
por la ofensiva pública más dura que se haya hecho contra una Corte
Suprema desde 1983. Una sociedad ostensiblemente asustada,
visiblemente molesta, era el resultado obvio de una concentración
puesta en manos de Hugo Moyano, de Luis D´Elía y de Bonafini. El
argumento oficial de que el acto se desmadró, sin que ésa fuera la
intención oficial, no carece de hipocresía.
¿Podía esperarse un espectáculo mejor de un evento organizado por
Moyano, D´Elía y Bonafini? Pudo ser peor. La cúpula organizadora
debatió previamente la conveniencia de una "toma simbólica" del
palacio donde están los jueces supremos del país. Dicen que un
dirigente gremial, que no es Moyano ni Julio Piumato, logró frenar esa
idea loca que podía terminar en una ordalía de humo y saqueo. Importa
poco si la intención final del kirchnerismo fue esa ceremonia llena de
provocaciones y de coacciones. Sobresale, sí, que los jueces del
máximo tribunal del país están convencidos de que ése fue el proyecto
original del Gobierno.
Un discurso digno de Goebbels se apoderó de los voceros del poder y
del poder mismo. Es ciertamente injusto decir que la actual Corte
Suprema es un tribunal de la dictadura, como lanzó Bonafini. La
cuestión de los derechos humanos es la única que no provocó roces
entre la Corte y el Poder Ejecutivo, quizá porque existe una
coincidencia casual entre ellos, pero coincidencia al fin. ¿Carmen
Argibay no estuvo acaso ocho meses presa durante la dictadura,
experiencia dramática que nunca atravesó el matrimonio presidencial?
¿Juan Carlos Maqueda no fue echado por los militares de un puesto
insignificante en los tribunales de Córdoba? ¿Carlos Fayt no fue
abogado de víctimas en su condición de presidente de lo que era
entonces la Asociación de Abogados? Todas esas cosas sucedieron
mientras los Kirchner no hacían nada.
Hubo disidencias ideológicas, en el mundo político y en el judicial,
con la actual Corte. Nunca, sin embargo, nadie, ni sus adversarios más
acérrimos, acusaron a esos jueces de corrupción como lo hizo, muy
campante, Bonafini.
La marcha fue convocada, incluso, en nombre de la "vigencia de la ley
de medios". La ley de medios está vigente por decisión de esta Corte,
salvo un plazo estipulado en un solo artículo. Sucede que el plazo y
el artículo son la columna vertebral del plan kirchnerista: sacarles
una parte importante de los medios a sus actuales propietarios antes
de que avance el fin del kirchnerismo. Destacados funcionarios
aseguran que el Gobierno no se preocupó hasta ahora por ningún otro
artículo de los muchos vigentes de la nueva ley de medios.
Pero ¿es sólo Bonafini la que insistió con su boca suelta? Más grave
que sus palabras, si se las mira desde el punto de vista
institucional, fueron las expresiones del jefe de Gabinete, Aníbal
Fernández, la segunda figura del Poder Ejecutivo, que llamó a los
jueces supremos "mentirosos con oficio". Más peligroso fue también el
concepto de Néstor Kirchner, cuando ninguneó las medidas cautelares de
la Justicia y, sobre todo, las de la Corte. El cautelar "no innovar"
de la Justicia es un recurso para preservar las garantías
constitucionales de las personas cuando entrevé que ellas pueden ser
dañadas. Bonafini no fue la peor, aunque sus palabras hayan sido las
peores.
Todo eso sucedió por algo que aún no sucedió. ¿Qué pasará cuando la
Corte Suprema de Justicia formalice su rechazo al pedido del Gobierno
para que levante una medida cautelar sobre ese artículo crucial de la
ley de medios? Las presiones no nos apuran ni nos retrasan; para
nosotros no pasó nada , describió un juez de la Corte. No pasó nada en
la formalidad, pero sí les golpeó el espíritu a jueces que han llevado
la Corte a su mayor momento de prestigio desde los años 80.
Resulta difícil imaginar cómo será el país durante un año más con la
carga de violencia verbal de los últimos días. Antes de la caída,
Kirchner decidió ser más Kirchner que nunca. No se explica de otra
manera que haya decidido darle categoría de refugiado político al ex
guerrillero chileno Galvarino Apablaza, autor de un crimen y de un
secuestro cuando la democracia gobernaba Chile. Tal vez Kirchner creyó
que la Corte Suprema negaría la extradición de Apablaza, pero los
jueces no encontraron ningún argumento para protegerlo en la Argentina
de la legítima persecución judicial en su país.
Aníbal Fernández descerrajó el conflicto cuando hace poco dijo
públicamente que ese caso no era responsabilidad del Gobierno, sino de
la Corte. Hacía cuatro años que la Corte le preguntaba al Ejecutivo si
Apablaza tenía o no estatus de refugiado político. Nunca se le
contestó. Los jueces escucharon o leyeron a Fernández y en el acto se
pusieron a trabajar en el dictamen que autorizó la extradición del ex
guerrillero a Chile. La decisión de ahora significará en los hechos
una tensión persistente e innecesaria entre los gobiernos de Buenos
Aires y de Santiago.
Una consecuencia sugestiva es que la oposición argentina está tan
enojada, por el caso Apablaza, como los líderes chilenos. El
kirchnerismo terminó solo otra vez. El refugio político sólo se
justifica cuando el país que reclama a una persona no puede garantizar
un juicio justo. ¿Es eso lo que los Kirchner piensan de Chile?
Es probable que ni siquiera piensen así. La decisión política de fondo
se explica, como otras decisiones recientes, en una cierta
resignación: consolidar el módico núcleo duro del kirchnerismo para
luchar por una causa ya perdida.